sábado, abril 21, 2007

El apellido de Ana

Me acabo de acordar finalmente del apellido de Ana. Había estado tratando de acordarme de él por varios meses ya. Tenía la corazonada de que era una apellido peculiar, no muy común, muy sui generis. A veces cuando viajaba en camión hacia un esfuerzo por traer a flote el apellido de Ana desde lo más recóndito de mi memoria o de lo más lúgubre de mis instintos, lo más preciado de mis emociones. Pero no brotaba. Meses así. La frustración me embargó muy calladamente y me incomodaba la idea de que realmente Ana no hubiera sido tan importante en mi vida después de todo, cuando no podía siquiera acordarme de su apellido.

Cuando tomé la clase de redacción avanzada inscribí una pequeña historia a un concurso de habilidad escritural y ganó el segundo lugar (así, es el primer lugar de los perdedores). El punto del concurso era crear un ensayo, cuento o historia a cerca de un tema asignado al azar en un tiempo límite de algo así como dos horas. Nos citaron a todos los concursantes un sábado en la mañana en una de las aulas de la universidad (así es señoras y señores...¡naiden podrá negar que Rojas fue a la universidad!) y en ese momento se nos dijo que el tema sobre el cual debían versar nuestros escritos era la soledad humana. Yo no tuve que pensar mucho lo que iba a escribir: lo supe casi inmediatamente. Creo que cualquiera que hubiese sido el tema asignado habría usado la misma idea que traía rondando en la cabeza por esos días…por esas semanas…los últimos meses. Habría matizado mi idea de una u otra forma para darle cabida al tema que se hubiese asignado fuera este o aquel o cualquiera. Tenía el boceto de la historia muy claro, sobre todo porque lo había usado para escribir una misiva romántica en días muy recientes. En efecto, esa historia que quedó plasmada en el escrito del concurso escritural de la clase de redacción avanzada de 1997 fue leida antes que nadie, con un final un poco menos funesto tal vez, por una mujer. Al menos eso creo. Nunca tuve la certeza de que esa mujer hubiera leído la historia, porque la envié por correo a su casa…y nunca supe si realmente llegó a sus manos y si ella la leyó. Pero esa historia había sido inspirada por ella y para ella. No había otra cosa en aquellos días que mi cabeza contuviera mas que lo que pude haber escrito en esa carta que luego se convirtió en un ensayo para concurso.

Yo tenía 17 años y pensaba en ella. Me había graduado hacía tan solo algunas semanas y me acababan de dar mi licencia de manejar (no me pregunten como la obtuve a los 17 años). Le insistí a esta mujer, a la que de ahora en adelante me referiré como Ana, para que aceptara salir conmigo. Solo quería pasar una tarde con ella, aunque en el fondo sabía que no habría de pasar de ahí. Nada de compartir la vida a su lado, ni mucho menos, aunque yo lo hubiera querido así, a decir verdad. Así me traía Ana y un día finalmente aceptó a tomar un helado conmigo.

Estaba vuelto loco cuando me dijo que pasara por ella a su casa y que la llevara a la universidad a tramitar su inscripción. Se inscribió y no podía creer que estaba con ella. Estaba nervioloso, incrédulo y disfrutándolo enteramente. Mi atolondramiento enamoradizo hizo que no pusiera atención al manejar y al llegar a un semáforo ignoré olímpicamente la señal de alto. Me pasé el rojo como vil cafre del volante. Pero no era ningún cafre. Era un conductor novato (mi licencia la había conseguido esa semana) embriagado por la presencia de la mujer soñada. Para mi mala suerte un oficial de tránsito tuvo la puntada de estar en ese inoportuno lugar en ese mal momento y me pescó como chacal para mi frustración y vergüenza. ¡Acabáramos! Una infracción a menos de una semana de haber sacado la licencia y precisamente cuando Ana estaba conmigo. El tránsito se dirigió a mi: “Pos ora sí mi jovenazo, le voy a tener que retener su licencia”. Y yo: “P-p-p-pero…” y el policleto: “puede ir a pagar su multa desdendenantes pa que le hagan rebaja…y ahí recoge su licencia”. Ahí me tienen pues quitándome el cinturón de seguridad, sacando mi cartera de la bolsa, sacando la licencia de mi cartera y extendiéndola al agente de tránsito. Me moría de pena.

Finalmente llegamos a la plaza y fuimos al lugar de los helados. “¿De qué quieres tu helado?” le pregunté a Ana. Me dijo que lo quería de yogurt con chocochips. Se preguntarán cómo es que me acuerdo de este detalle. No lo se. Pero lo curioso es que pasamos un rato juntos esa tarde y no recuerdo de lo que hablamos, solo recuerdo que ella pidió su helado de yogurt con chocochips y que cuando el señor que despachaba los helados dijo: “Son nueve pesos”, yo busqué mi cartera en la bolsa de mi pantalón y no estaba. En una fracción de segundo, como dicen que pasa cuando uno está muriendo y ve pasar toda su vida delante de sí en un instante, me vi a mi mismo manejando la camioneta de mi papá, pasándome el alto, siendo parado por el oficial de tránsito, quitándome el cinturón de seguridad, sacando mi cartera de mi pantalón, sacando mi licencia de mi cartera, extendiendo mi licencia al tamarindo y dejando olvidada mi cartera en el asiento de la camioneta…Ella tuvo que pagar los nueve pesos.

No volví a ver a Ana si no hasta unos meses después. Me di cuenta de que no quería seguir viendo a un looser como yo y a pesar de que le escribí carta tras carta, solo me rspondió para mi desaliento, una sola vez. Así es, para mi mala fortuna no había en las líneas que había escrito ningún indicio de que le interesara seguirme escribiendo mas que el hecho mismo de que se hubiera tomado la molestia de escribir. Cuando la vi de nuevo no “pudo” salir conmigo, por x y por y…No recuerdo que excusa tuvo. Le llevé flores pero eso no la convenció. Me dijo que su papá le había explicado lo que es un aneurisma. Su papá es médico. ¿Qué por qué recuerdo estos detalles? No lo se. Me dijo que no me prometía que me fuera a escribir. Y regresé derruido a casa.

Pensé en ella mucho tiempo. No la conocía pero me interesaba y me soñaba a su lado (cualquier parecido con otras historias que yo haya contado es mera coincidencia). Pensé tanto en ella que decidí enviarle una misiva en la que le contara cómo soñaba que debía ser mi vida a su lado. En la misiva le contaba lo que me gustaba de ella, su voz que tocaba la flauta en una orquesta, que usaba lentes. Le contaba lo que pasaba año tras año que compartíamos nuestras vidas. Y le contaba que todo habría empezado una tarde cuando aceptó salir conmigo a tomar un helado de yogurt con chocochips que ella tuvo que pagar porque a mi se me olvidó mi cartera en la camioneta. Le escribí pues una misiva con tal contenido y la envié por correo. La creé poco a poco en mi cabeza y luego la escribí. Y la sabía tan bien que me fue muy fácil usarla para el concurso de escritura. Mucha gente la ha leido y no creo haber nunca revelado lo que la inspiró. No he vuelto a saber de Ana.

Desde entonces mi papá murió, México ha sido eliminado del mundial en octavos de final tres veces, los talibanes atacaron Nueva York, El PAN ganó la presidencia de México y el internet está en la vida de todo mundo. Muchas cosas han pasado y nunca he dejado de pensar en Ana. Pero mi imagen de ella es totalmente platónica. La añoro y la recuerdo gratamente porque cuando salí con ella esa única vez, ocurría en mi vida el gran desprendimiento del seno familiar para continuar sólo mi recorrido por la vida. Cuando pensaba en ella alcancé la mayoría de edad y comencé a ver el mundo de manera distinta. Ella fue el símbolo de una transición trascendente y aunque fue inexorablemente la mujer inalcanzable de la creación, fue también la imagen divina que me acompañó durante el inicio de mi viaje por el mundo y presenció la catálisis de mis sueños, mis esperanzas y mis convicciones. Nunca fui su amigo y no llegué ni a conocerla lo suficiente para estimarla, pero fue la razón de mi aliento durante esa etapa de mi vida. No me acordaba ni de su apellido aunque había estado tratando de acordarme de él.

Hoy, casi después de 12 años de no ver a Ana, llevé unos libros a la biblioteca y pasé a la tienda de químicos para recoger dos galones de alcohol. Cuando llegué al quiosco de información en rectoría vi un tríptico informativo con la foto de una mujer que tenía una cara que se me hizo familiar. Lo que pasó en ese momento fue muy extraño y ocurrió en un instante, en fracciones de segundo casi en forma milagrosa y mágica. La mujer de la fotografía se parecía a ella. Así como la gente ve su vida transcurrir en un santiamén y así como cuando busqué mi cartera para pagar los nueve pesos del helado de Ana vi ante mí en un segundo la imagen de Julio desabrochándose el cinturón de seguridad, buscando su cartera en su pantalón, sacando su licencia de su cartera y extendiendo la licencia al tamarindo, cuando vi la foto de la mujer en el tríptico, pensé instantáneamente en el parecido excepcional que tenía con alguien que yo conocía y entonces el nombre Ana llegó a mi conciencia y pude ver su rostro con nitidez en el fondo de mis recuerdos, sus ojos claros, su sonrisa, sus lentes, su voz…y como si fuera un Arquímedes de la memoria y el aprendizaje el apellido de Ana salió de la penumbra, se tornó tangible para mi humanidad conciente e invadió mi cuerpo haciendose patente a través de cada uno de mis sentidos. Pude ver, escuchar, sentir y pronunciar el apellido de Ana, de Ana Beristain.

1 Comments:

Anonymous Anónimo said...

Uyyyy!! pero cuentanos en que paró la cosa!! Vive en Austin la chica? ¿Que anunciaba en el folleto? ¿Vende caros sus servicios?? Ya se casó o sigue soltera?? Hubo o va a haber su reencuentro? O todo es producto de la imaginación de una mente tan creativa como la tuya?? Lo único que te puedo decir es que Dios trabaja de una forma tan misteriosa que nos quita y vuelve a poner a personas de nuestro camino (todo tiene una razón y un porqué) Que nos cuente, que nos cuente!!!!!!!!!!!!!!xoxoxoxoxoxoxoxoxoxoxoxoxxoxoxoxoxo

4/24/2007 10:24 a.m.  

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